El odio es santo. Es la indignación de los corazones fuertes y poderosos, el desdén de las personas a quienes la medianía y la necedad enojan. Odiar es amar, es tener el alma fuerte y generosa, vivir holgadamente despreciando lo necio y lo vergonzoso.
El odio consuela, el odio hace justicia, el odio engrandece.
Cada vez que me he rebelado contra las sociedades de mi tiempo, me he sentido rejuvenecer y he cobrado más alientos. He hecho mis compañeros al odio y a la arrogancia; me he complacido en aislarme, y en mi aislamiento he querido odiar cuanto atacaba a lo justo y a lo verdadero. Si hoy valgo algo, es porque estoy solo y porque odio.
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Odio a los hombres incapaces e impotentes; me molestan. Me han quemado la sangre y han estropeado mis nervios. Nada hay más irritante que esos brutos que al andar se balancean como los patos y nos miran con asombrados ojos y con la boca abierta. No he podido jamás dar dos pasos sin encontrar tres imbéciles y esto me causa pena. Por todas partes los hay. El vulgo se compone de necios que salen al paso para salpicarnos el rostro con la baba de su medianía. Estos necios se mueven y hablan, y su aspecto, gesto y voz, me incomodan tanto que, como Stendhal, antes quiero un pícaro que un tonto. ¿Qué podemos hacer de tales gentes, me pregunto, en los difíciles tiempos de lucha por que atravesamos? Al salir del viejo mundo nos precipitamos hacia un mundo nuevo. Los imbéciles se cuelgan de nuestro brazo, entorpecen nuestro paso en medio de estúpidas carcajadas y de sentencias absurdas, y hacen resbaladizo y penoso el sendero que hemos de recorrer. En vano queremos desprendernos de ellos; nos oprimen, nos ahogan y se pegan cada vez más a nosotros. Estamos en la época en que los ferrocarriles y el telégrafo eléctrico nos transportan en cuerpo y alma a lo infinito y a lo absoluto, en la época grave e inquieta, período de gestación de una nueva verdad de la inteligencia humana, y hay, sin embargo, hombres necios y nulos que niegan lo presente y se pudren en el pequeño y nauseabundo charco de trivialidad. Los horizontes se ensanchan, la intensidad de la luz aumenta hasta iluminar el espacio, y ellos entretanto se revuelvan en el tibio fango, donde su vientre digiere con voluptuosa lentitud; cierran sus ojos de búho que la claridad ofende, y dicen que se les perturba y que no pueden reposar tranquilos rumiando a sus anchas la paja que a boca llena han comido en el pesebre de la necedad común. Podremos conseguir algo de los locos; los locos piensan y tienen todos alguna idea, cuya exagerada tensión ha roto el resorte de su inteligencia. Los dementes son enfermos del espíritu y del corazón; almas desdichadas, pero llenas de vida y de fuerza. Quiero escucharlos, porque siempre espero ver brillar, en medio del caos de sus pensamientos, alguna verdad suprema.
Mas, por amor de Dios, que maten a los necios y a los tontos, a los incapaces y a los cretinos; establézcanse leyes que nos libren de estas gentes que abusan de su ceguedad para decir que es de noche. Ya es tiempo de que los hombres de valor y de energía tengan su 93. El insolente reinado de los tontos ha cansado ya al mundo; los tontos, en masa, deben ser conducidos a la plaza de Grève.
Los odio.
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Odio a los hombres que se amartillan en una idea personal y que van como un rebaño, empujándose unos a otros e inclinando la cabeza para no ver el esplendor del cielo. Cada rebaño tiene su dios, su fetiche, en aras del cual inmola la gran verdad humana. Así hay centenares en París, veinte o treinta en cada rincón, y tienen una tribuna desde la cual dirigen la palabra al pueblo arengándolo solemnemente. Prosiguen con seriedad su camino, y van andando con grave continente, en medio de la necedad, lanzando exclamaciones de desesperación cada vez que algo turba su fanatismo pueril. Ustedes, todos los que los conocen, amigos míos, poetas y novelistas, sabios o simples curiosos, ustedes los que han ido a llamar a la puerta de esas gentes serias, que se encierran para cortarse las uñas, atrévanse a decir conmigo, en alta voz, para que todo el mundo la oiga, que ellos, a fuer de pertigueros pusilánimes e intolerantes, os han arrojado de su templo diminuto. Digan que se han burlado de su inexperiencia, porque la experiencia, para ellos, consiste en negar toda verdad que se aparta de sus errores. Narren la historia de su primer artículo, cuando llegaron a chocar contra esta respuesta.
«Elogian a un hombre de talento, el cual, no pudiendo tenerlo para nosotros, no puede tenerlo para nadie.» ¡Qué espectáculo ofrece este París inteligente y justo! En un lugar cualquiera, pero seguramente en una esfera lejana, hay una verdad, única y absoluta que rige los mundos y nos empuja hacia lo porvenir. Aquí, hay cien verdades que se estrellan al chocar unas contra otras; cien escuelas que se injurian y cien rebaños que balan negándose a avanzar. Unos lamentan un pasado que no puede volver, otros sueñan un porvenir que jamás llegará, y los que piensan en lo presente, hablan de él como de cosa eterna. Cada religión tiene sus sacerdotes, y cada sacerdote sus ciegos y sus eunucos. Nadie cuida de la realidad; esto es una simple guerra civil, una batalla de chicuelos que se tiran bolas de nieve, una enorme farsa, en la cual, el pasado y el porvenir, Dios y el hombre, y la mentira y la verdad, son los títeres complacientes y grotescos. ¿Dónde están, pregunto, los hombres libres, los que viven desembozadamente, los que no encierran el pensamiento en el estrecho círculo de un dogma y avanzan francamente hacia la luz, sin miedo a desmentirse mañana y sin cuidarse más que de lo justo y lo verdadero? ¿ Dónde están los hombres que no forman parte de la claque juramentada y que no aplauden, a una indicación del jefe, a Dios o al príncipe, al pueblo o a la aristocracia? ¿Dónde están los hombres que viven aislados, lejos de los rebaños humanos, los que acogen bien todo lo grande, los que desprecian las camarillas y son partidarios de la libertad de ideas? Cuando estos hombres hablan, las gentes graves y estúpidas se enfadan y los abruman con el peso de su número; después, con aire solemne, vuelven a ocuparse de su digestión, y cuando están en familia, prueban, de manera indudable que todos son unos imbéciles.
Los odio.
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Odio a los que de todo se burlan, a los caballeretes que no pudiendo imitar la pesada gravedad de sus papás al examinar las cosas, lo hacen riéndose de ellas. Hay carcajadas más vacías de sentido que el silencio diplomático. La época de ansiedad en que vivimos trae consigo una alegría nerviosa e impregnada de angustia, que me produce el propio desagradable efecto que me causaría el oír limar los dientes de una sierra. Callen todos los que se han impuesto la tarea de divertir al público; no saben reír, su risa es un chirrido que pone los dientes largos. Sus bromas son del peor gusto; quieren tener continente ligero y elegante, y sus movimientos parodian a los de los descoyuntados; quieren dar saltos mortales, y sólo consiguen dar grotescas volteretas, evidenciándose lastimosamente. ¿No ven que no tenemos ganas de broma? Miren, se les saltan las lágrimas. ¿A qué se esfuerzan para encontrar lo que es siniestro? Otras veces, cuando aún se podía reír, no se hacía de esta manera. Hoy la risa es sardónica y la alegría sacudimientos de locura. Los zumbones, los que están reputados como gente de buen humor, son personajes fúnebres que cogen con la mano un hecho o un hombre y aprietan, aprietan hasta que lo deshacen, como los niños traviesos, que nunca se divierten tanto con sus juguetes como cuando los rompen. Nuestra hilaridad es cual la de las personas que ríen a más no poder cuando ven que un transeúnte cae y se rompe algo. Reímos de todo, aunque no haya de qué. Por eso nuestro pueblo goza fama de alegre; nos reímos de los grandes hombres y de los malvados, de Dios y del diablo, de los demás y de nosotros mismos. En París hay un verdadero ejército que mantiene la hilaridad pública; la farsa consiste en ser necios alegremente , así como otros lo son por lo solemne. Por lo que a mí toca, lamento que tengamos tantos hombres de chispa y tan pocos de verdad, de imparcialidad y de justicia. Cada vez que veo a un muchacho soltar la carcajada para divertir al público, le compadezco, y siento que no sea bastante rico para vivir en la holganza, en vez de reír de manera tan poco digna. Mas para los que sólo lanzan carcajadas, sin derramar nunca una lágrima, no tengo compasión.
Los odio.
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Odio a los necios que todo lo miran con desdén, a los impotentes que dicen que el arte y la literatura mueren de muerte natural. Ellos son los cerebros más vacíos y los corazones más secos, las personas que se entierran en lo pasado y que hojean con desprecio las calenturientas obras de nuestra época y las califican de nulas y de pequeñas Yo miro las cosas de otra manera. Me cuido poco de la belleza y de la perfección, pues sólo me interesa la vida, la lucha, la fiebre. Entre nuestra generación me hallo muy a mi gusto. Me parece que el artista no puede desear época mejor, ni ambiente más a propósito. No hay maestros ni escuelas. Vivimos en plena anarquía y cada uno de nosotros es un rebelde que piensa, crea y se bate por sí y para sí mismo. El momento es decisivo: esperamos a los que hieran mejor y más fuerte, a aquellos cuyos puños tengan los suficientes bríos para cerrar todas las bocas y cada nuevo luchador abriga en el fondo la vaga esperanza de ser el dictador, el tirano de mañana, ¡Qué amplios horizontes! ¡Cómo sentimos latir en nosotros las verdades del porvenir! Si balbuceamos es porque tenemos muchas cosas que decir. Estamos en el dintel de un siglo de realidad y de ciencia y a cada instante, como hombres ebrios, vacilamos en vista del esplendor que ante nosotros surge. Pero trabajamos y preparamos la tarea de nuestros hijos. Estamos en el momento de la demolición, cuando todo se halla envuelto en las nubes de polvo que los escombros levantan al caer con estruendo. . El edificio estará mañana construido y habremos experimentado las vivas alegrías y las angustias dulces y amargas de la gestación; habremos visto las obras apasionadas y habremos oído las libres exclamaciones de la verdad; habremos pasado por todos los vicios y todas las virtudes que tienen los grandes siglos en la cima. Nieguen los ciegos nuestros esfuerzos; vean en la lucha que sostenemos las convulsiones de la agonía, a pesar de que estas luchas son los primeros quejidos que anuncian el nacimiento. Al fin y a la postre son ciegos.
Los odio.
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Odio a los pedagogos que nos guían, a los pedantes y a los hombres enfadosos que rehúsan la vida. Soy partidario de las libres manifestaciones del genio humano. Creo en una serie no interrumpida de expresiones humanas , en una galería interminable de cuadros vivos, y lamento el no poder vivir siempre para asistir a la eterna comedia que consta de mil actos diversos. Soy un simple curioso. Los necios que no se atreven a mirar hacia adelante, miran atrás. Quieren constituir el presente con las reglas del pasado, y quieren que el porvenir, las obras y los hombres, tomen por modelo el de los tiempos que fueron. Los días amanecerán como quieran y cada uno traerá consigo una nueva idea, un nuevo arte, una nueva literatura. Las obras serán tantas y tan variadas como las sociedades mismas y éstas se transformarán eternamente. Pero los impotentes no quieren ensanchar el marco; han hecho la lista de las obras existentes y por tal medio han obtenido una verdad relativa que pretenden hacer pasar por absoluta. No creen; imitan. Y he aquí por qué odio a las gentes neciamente graves, a las neciamente alegres, y a los artistas y a los críticos que quieren hacer estúpidamente la verdad de hoy con la de ayer. No comprenden que avanzamos y que los paisajes varían.
Los odio.
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Y ahora ya saben cuáles son mis amores, los bellos amores de mi juventud.