En siete ensayos inéditos, escritos por especialistas de primer orden, La condena de la libertad reinterpreta 250 años de historia nacional y echa luz sobre los principales desafíos que el Perú ha enfrentado desde la independencia hasta la era contemporánea. A continuación, la introducción escrita por sus editores, Paulo Drinot y Alberto Vergara.
El Perú atraviesa un bicentenario inesperadamente cargado. Durante los años previos al 2021 prevalecía en la población el desinterés por la efeméride. En más de una reunión abocada a preparar la conmemoración bicentenaria se planteaba la misma intriga: ¿cómo despertar el interés de la ciudadanía? Es decir, la fecha —más allá de la arbitrariedad que estas conllevan— debía servir para que el país se encontrara consigo mismo y reflexionara sobre sus doscientos años de vida independiente. Sin embargo, semejante ambición solo aparecía en las comisiones gubernamentales y distintos esfuerzos por transformar la fecha en un acontecimiento nacional. La ciudadanía, como en tantas otras cosas (y como en otros países de la región), se mantenía escéptica, distante.
Marchaba el país, entonces, hacia un bicentenario desangelado, gris, sin hondura. Pero un hecho fortuito alteró esta trayectoria: las elecciones generales del 2021. Comenzó cuando Manuel Merino asumió la presidencia, apoyado por el Congreso, en noviembre del 2020. Esta medida despertó, según las encuestas, un repudio ampliamente mayoritario de la población, y dio lugar a un movimiento ciudadano enorme, liderado por jóvenes, que expulsó a Merino en cuestión de días. La llamada «generación del bicentenario» apareció como una suerte de vanguardia de la dignidad nacional. Pero pronto se diluyó. Luego llegaron las elecciones del 2021. De manera insospechada, una primera vuelta marcada por la apatía y la fragmentación dio lugar a una segunda —disputada por Pedro Castillo y Keiko Fujimori— signada por la polarización y la movilización ciudadana. Sin que nadie lo planificara, las distancias, los insultos y las mutuas desconfianzas puestas en escena resultaron una suerte de shock: el país se vio compelido a la introspección. Es decir, la aparición de Pedro Castillo —y lo que desencadenó— le dio contenido al bicentenario.

Brindar contenido no significa, desde luego, que convirtiese la fecha en una celebración, tampoco en algo de lo cual sentirse particularmente orgulloso. Más bien, emergían las ambigüedades de la historia. La aparición y elección de Castillo introducía en la escena oficial al Perú rural, provinciano, pobre, usualmente desprovisto de representación pública. El presidente del bicentenario era un maestro, un rondero, un campesino. ¿Cómo no notar la irrupción en la esfera pública de la entraña social y cultural de la nación? Pero la elección de Castillo no resultaba pura historia y símbolo. Estaba impregnada también de las características principales del convaleciente Perú contemporáneo: un personaje sin experiencia política encabezando un partido implicado, como la mayoría, en actos de corrupción. Es decir, Castillo se encontraba en el punto exacto donde se cruzan la importancia histórica y la informalidad sociopolítica. Toda nuestra historia está hecha de esas ambigüedades.
La introspección a palos se completaba al observar las resistencias de ciertos grupos sociales frente al candidato Castillo: el Perú fue testigo del racismo y clasismo que exhibieron las clases altas. De otro lado, la campaña mostró a un país proclive a la polarización entre dos opciones retrógradas, autoritarias y asociadas a la corrupción. Inclusive, tras la victoria de Castillo, se escucharon llamados abiertos al golpe de Estado. Es decir, el Perú puso en escena su peor versión. Emergió como una sociedad rota, sin consideraciones por la democracia, y diezmada por la penuria y muerte generadas por la pandemia de la COVID-19. Todo esto segregó un malestar que el primer año de gobierno de Castillo ha profundizado, al confirmarse que se trataba de un hombre rodeado de corrupción y sin sentido de responsabilidad sobre el país. En suma, no venimos atravesando un bicentenario soñado, pero esta circunstancia ha obligado a que muchos peruanos se pregunten ¿qué país es este?, ¿se puede realmente sostener un proyecto nacional conjunto?
La historia nacional lleva dos siglos construida sobre preguntas, dudas y consternaciones como estas. Cometemos un error si, afiebrados por la coyuntura, optamos por lecturas maniqueas y simplistas para entender el proceso que ha seguido el Perú desde su fundación republicana. Un vistazo a la esfera pública contemporánea basta para notar cómo sectores de la derecha y la izquierda, por igual, abrazan lecturas históricas del país que lo reducen hasta la caricatura. Este libro debería ser útil para contrarrestar ese simplismo.
Nos propusimos abordar el Perú del bicentenario de una manera amplia: nos mueve menos repensar la gesta de la independencia que auscultar lo construido en estos dos siglos. Es útil y legítimo volver a la emancipación, por ejemplo, para complejizar narrativas enfocadas en líderes criollos y rescatar el papel de actores poco estudiados, como las mujeres, los indígenas y los afroperuanos; o para continuar profundizando el análisis en torno al rol de las provincias en una independencia que no fue meramente limeña; o incluso para problematizar su cronología y acaso proponer fechas alternativas a las usuales. Aunque legítimo y útil, también es cierto que la preeminencia de la gesta independentista en las discusiones sobre el bicentenario asume —tal vez de manera inconsciente— que aquella coyuntura esconde las claves del país futuro. En este libro, más bien, creemos que tan importante como aquella pila bautismal son los procesos y actores, las conquistas y frustraciones, ocurridas a través de los doscientos años posteriores.
Repensar esta trayectoria no implica, sin embargo, que propongamos una comprehensiva historia nacional, y, mucho menos, una historia «oficial». A diferencia del centenario de la independencia en 1921 y del sesquicentenario de 1971, hoy carecemos de proyectos nacionales abarcadores para releer el país. Augusto B. Leguía y Juan Velasco Alvarado aprovecharon dichas fechas para intentar establecer una nueva narrativa sobre el pasado, y, por ende, respecto del país que buscaban construir. Los esfuerzos desde el Estado con relación a las celebraciones por el bicentenario han sido modestos y se han enfocado más en la instrucción histórica y en cierto civismo pedagógico que en algún tipo de gran lectura del pasado. Al mismo tiempo, sobre esto ha influido el hecho de que el bicentenario haya llegado mientras, de un lado, el Perú era arrasado por la pandemia de la COVID-19, y, del otro, cuando el proyecto surgido de la Constitución de 1993 atravesaba una profunda crisis. Es decir, el bicentenario encontró un país desorientado y un Estado con poca capacidad de acción en el campo cultural.
Este volumen esquiva tanto el ánimo celebratorio como el condenatorio. No prima aquí un relato para que los peruanos nos sintamos contentos y satisfechos del país; también nos resistimos a buscar en la historia al culpable de todos los males presentes. Más que celebrar o juzgar, lo que pretendemos en este libro es entender. En poco tiempo, el Perú ha transitado desde un periodo de optimismo nacional hasta el momento actual de pesimismo, marcado por una debacle política, económica y sanitaria. En estas circunstancias, la tentación de explicar la crisis presente a partir de la presencia o ausencia de determinados y aislables factores históricos (el legado colonial, la falta de una burguesía modernizante, el dualismo estructural, etcétera) es entendible, pero poco útil. La historia no se puede reducir a un menú del cual escoger el factor que explique el presente. Al mismo tiempo, es innegable que esta contiene elementos que ayudan a entender nuestro tiempo. Más que un menú, entonces, este libro pretende ser un espejo en el que la ciudadanía busque su propio reflejo. Para comprender cómo llegamos hasta aquí debemos entender el pasado desde un análisis complejo que revele la manera en que se encadenan múltiples elementos y procesos que dan lugar a la gradual conformación histórica de un país.
Comenzamos a idear este libro en el 2017. Nos planteamos un volumen colectivo, para el cual convocaríamos a especialistas en periodos clave de la vida nacional, y les encargaríamos ensayos que debían cumplir con tres objetivos. En primer lugar, los textos debían ser novedosos y sintéticos sobre las relaciones entre Estado y sociedad en un periodo determinado; es decir, no buscábamos ensayos que «contasen» la historia, sino que postulasen un argumento. Segundo, que este se sostuviera cuanto fuera posible sobre la producción académica más contemporánea. Y, tercero, que los ensayos pudiesen ser leídos y disfrutados por un público general y no solo por el académico. Así, desde el inicio, nos resistimos a imponerles a los autores algún tipo de marco teórico, confiando, más bien, en que su experiencia sería suficiente para que dieran con la estrategia más efectiva para narrar y explicar sus periodos de análisis. Este es un volumen, entonces, que puede leerse como una introducción a la historia del Perú independiente, pero también como una introducción a los debates en la historia y las ciencias sociales sobre el Perú independiente.
En el primer capítulo, Charles Walker cubre la larga transición de la colonia a la república entre 1780 y 1840: desde la rebelión de Túpac Amaru II y la posterior independencia hasta la derrota total de la Confederación Perú-Boliviana. Aunque el Perú había «nacido conservador», afirma Walker, movimientos importantes cuestionaron y combatieron las relaciones sociales imperantes, la esclavitud y el statu quo. Buscando alternativas, estos heterogéneos proyectos disputaron las continuidades del periodo colonial en el republicano y se prolongaron en el siglo XIX (y hasta el presente).
En el siguiente capítulo, Natalia Sobrevilla explora la era del guano, la cual generó una prosperidad que, más que falaz, como postuló el historiador Jorge Basadre, fue desigual. El enriquecimiento del Estado gracias a la exportación del guano permitió superar algunos de los legados del período colonial y llevó a la construcción de un nuevo sistema político. Si bien la inyección de dinero hizo que la economía se expandiera de manera exponencial —lo cual resultó en la modernización de la sociedad—, este proceso estuvo acompañado de una inmensa corrupción y clientelismo, los cuales se convirtieron en la principal característica del orden guanero que llevó al país a la quiebra y a la derrota ante Chile.
José Luis Rénique, por su parte, se concentra en la transición del siglo XIX al XX, periodo que se inicia con el fin de la Guerra del Pacífi co y las décadas de la reconstrucción subsiguientes. Un tiempo bisagra, le llama, en el cual la recuperación material permite la construcción de un sistema político viable en sintonía con los requerimientos del crecimiento exportador y la complejidad social y política emergente del país. Entre la oligarquía y la democracia, equipada con una contradictoria visión de «modernización tradicional», la élite civil asumió por primera vez la dirección del Estado que, sin embargo, no logró estabilizarse.
En el capítulo cuarto, Paulo Drinot se enfoca en el periodo que va del inicio del gobierno de Augusto B. Leguía al régimen militar de Juan Velasco Alvarado (1919-1968), una etapa marcada por la transformación de un país, que pasó de ser principalmente agrario y de escasa población a uno cada vez más urbano y con una expansión demográfica importante. El ensayo hace hincapié en la manera en que el surgimiento de la política de masas y los intentos de «integración» de la población indígena se insertaron en procesos de cambio global, como el surgimiento de los Estados Unidos como hegemón global, la Revolución rusa, la Gran Depresión, el surgimiento del tercer mundo como categoría geopolítica, y la Guerra Fría.
El ensayo de Eduardo Dargent estudia el período 1968-1994, que inicia con el gobierno militar de Velasco, pasa por la crisis económica y la violencia política de la década de los ochenta, y concluye en los primeros años del régimen de Alberto Fujimori, cuando la crisis menguó. Dargent propone que en esos años se observa un aumento significativo de la participación y organización política hasta entrados los ochenta, pero que, a la vez, una serie de procesos (la reforma agraria, la violencia política, la crisis económica y la reforma neoliberal, así como la deslegitimación de la política producida por la crisis) desarticula estas organizaciones, dando lugar a un país de fisonomía política muy distinta.
En el sexto capítulo, Alberto Vergara analiza cómo en el Perú contemporáneo (1992-2021) la vida política dio prioridad al imperativo de gobernar sobre el de representar, en contraste con el Perú del siglo XX, en el cual la representación era un objetivo en sí mismo —y muchas veces se encontraba reñida con la capacidad de gobernar—. Es también un ensayo que aborda otro ciclo de ilusión y desencanto, un recorrido por el optimismo de la modernización económica a la desmoralización del Perú de la pandemia.
Basándose en estos artículos y estableciendo comparaciones entre el Perú y otros países latinoamericanos, Cynthia McClintock subraya en el último capítulo del libro la excepcional dimensión de los desafíos que enfrentan la inclusión, la democracia y el desarrollo en el Perú. Sin embargo, también destaca el progreso llevado a cabo en el siglo XXI hasta la llegada de la pandemia. En su texto evalúa qué tanto las teorías clásicas sobre la democracia ayudan a comprender la trayectoria peruana.
¿Qué imagen del país nos dejan los capítulos que componen este libro? La principal es la que evoca su título: la condena de la libertad. Como muestran los ensayos, estos doscientos años de independencia han estado marcados por la incapacidad del Perú para florecer plenamente. Cada periodo genera nuevos desafíos que se suman a los precedentes, haciendo del país un rompecabezas de infinitas dimensiones, que se nos presenta como uno de imposible solución. Un país cuyo rasgo más estable pareciera ser la inestabilidad. Cada capítulo, sin proponérselo, termina marcado por la ilusión y el desencanto. Se percibe el vaivén interminable de opciones políticas, económicas o sociales: transitando entre democracia y dictadura decenas de veces; en términos económicos, oscilando entre formas librecambistas o proteccionistas, según las temporadas; centralizando y descentralizando el Estado a cada tanto. Y los proyectos nacionales —el republicano, el Estado guanero y la pax castillista, el civilismo, el indigenismo, el aprismo, el acciopopulismo, el reformismo militar de Velasco, el neoliberalismo— evocan todos el célebre mito griego de Sísifo. El país parece condenado a empujar la roca de cada proyecto hasta la cima de una montaña solo para dejarla rodar de vuelta, y luego recogerla una vez más. Como resultado de esta circularidad, a su vez, el ánimo de la ciudadanía fluctúa entre el cariño y el rechazo al país, como lo muestran bien los versos de Marco Martos y Enrique Verástegui, que abren este volumen.
Sin embargo, la metáfora de Sísifo no sirve únicamente para designar esto que se asemeja a un castigo tan divino como ineludible, sino que brinda espacio también para el optimismo y la acción. Es la otra cara de la condena de la libertad. Para esto es importante rescatar el ensayo de Albert Camus sobre el mito de Sísifo. En él, Sísifo se vuelve un personaje rico y humano en el lapso en que desciende la montaña para recoger la roca. Ese momento de descanso es el de la consciencia. Sísifo deviene en un personaje trágico —y no solo marioneta del destino— cuando reconoce la condición absurda en la que se encuentra: «Las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas». Y, entonces, «su destino le pertenece».
De manera análoga, el conocimiento histórico puede funcionar como un espejo que nos ayude a tomar consciencia. En otras palabras, lo que en apariencia es una condena puede ser útil para liberarnos. Así, «la condena de la libertad» no significa que el Perú sea una nación maldecida por alguna fuerza cósmica. Quiere decir, más bien, que es una nación que puede y debe entender la naturaleza de la roca que empuja, del país que ha ido conformándose, y que puede comprender aquello que aún está por construir. De este modo, cuando hablamos de independencia no nos limitamos solamente a un hecho político (frente a la colonia, por ejemplo) ni económico (con respecto del capitalismo global). La independencia también es una disposición del espíritu, la voluntad de reconocer nuestra condición en el mundo, la de atreverse a pensar, la de asumir con responsabilidad acciones y errores, y, como consecuencia de esa madurez ciudadana, actuar sobre un escenario que parecía una maldición de los dioses, pero que, al tomar consciencia, reconocemos como humano y nuestro. Es decir, la independencia significa, en última instancia, asumir la condena de la libertad. Esta independencia, en suma, es capaz de transformar el lamento en progreso y nos impulsa a seguir resguardando y cuidando el Perú.